Cuéntame lo que pasó aquel verano


Por Joaquín Puerta Gómez
Publicado en la revista "EL PREGONERO" de agosto de 2010



En esta mañana cálida del mes de julio recuerdo, desde la distancia que otorga el tiempo, momentos felices y lejanos en un lugar donde sólo las noches eran capaces de aliviar el sofocante calor de los veranos de mi infancia. Un sitio donde no se necesitaba reloj y una época en la que daba igual el día de la semana que fuera.

Recuerdo un pueblo de fachadas recién jalbegadas habitado por rudos hombres de piel curtida, sufridas mujeres vestidas de negro y tipos singulares propios de un “late night” televisivo. Un
reino de convivencia basado en el respeto receloso entre los que se alimentaban de caducadas grandezas y los que aún seguían sintiéndose perdedores.

El verano comenzaba con el sonido de fondo del incombustible Miguel Ríos, que no se cansaba de darnos la bienvenida a través de las ondas de la radio. Mientras, bajábamos la cuesta del Tropezón, tras sufrir un interminable viaje en autobús bajo el calor asfixiante de finales de junio. Pese a ello, le llamaban “La rápida”, siempre me hizo gracia ese nombre.

Los días que seguían a la llegada se encadenaban uno tras otro y rápidamente nos acostumbrábamos al lento pasar del tiempo y a las vibrantes emociones de cada jornada.

Por las mañanas, el fresco era aprovechado por los vecinos para regar su acera, todos saludaban al cruzar clavando fijamente su mirada con el fin de reconocer a aquel muchacho que iba a hacer recados al Spar o a la tienda de la tía Olvido o a casa de aquellos que tenían huerta, gallinas o vacas que pasaban diciendo: “he cortado unas judías verdes tiernísimas” o “tengo unos huevos frescos, frescos”, cosa que nadie ponía en duda, claro.

Luego, el trajín se encontraba en las eras. Rostros de tez morena, sombreros de paja y albarcas de neumático usado iban de un lado a otro preparando y custodiando la cosecha que constituía su sustento para todo el año. Recuerdo con afecto a uno de aquellos hombres que, cabalgando con mal humor a lomos de su viejo tractor, un montón de hierro y goma pasada, me enseñó a aventar el grano, cribarlo, medirlo y ensacarlo.

Y después de comer, llegaba el largo y mágico momento de la siesta. Un tiempo en el que el calor sofocante se apoderaba del pueblo y tan solo dejaba al silencio ser protagonista. Un largo rato en el que sólo los más intrépidos, los muchachos, nos atrevíamos a violar el toque de queda impuesto por el sol abrasador.

Durante la paz de la siesta se cometían las mejores fechorías. Mientras familias de colonos conquistaban el oeste americano en la única cadena de televisión que emitía a esas horas, los que conseguíamos burlar el religioso precepto del recogimiento, nos dedicábamos a buscar nidos en las olivas o a coger pollos de perdiz a la carrera fuera del alcance de los prismáticos de un viejo guarda encaramado sobre la silla de su blanco corcel. O a jugar en las montañas de alpacas hasta que el más bajito cayó desde lo alto y se tronchó la pierna. O retarnos a tirar con la escopetilla a las palomas de la torre a escondidas del alguacil y los “civiles”.

La hora de la siesta también constituía el momento mágico de aprender de los más mayores y así fue como encendí mi primer pitillo, en las casetas del campo de fútbol, y tras él, otro, y otro y muchos y tantos que luego me costó horrores abandonar.

Por la tarde, cuando el Lorenzo daba un respiro, poco a poco el pueblo recuperaba el movimiento y se podía oír el ruido de las fichas de dominó golpear con fuerza la mesa o al hombre que cantaba sentado a la puerta de su casa ante la sorpresa de unos y la indiferencia de otros.

Recuerdo esas tardes de paseo, los campos se maquillaban en tonos pajizos y se perfumaban con el aroma del grano recién cosechado. Cada día de un lugar a otro, de la piedra a la ermita, del arroyo zarzal al depósito o de la era a la alameda, el objetivo no era el destino, sino hacer el camino, andando o en bicicleta, pero siempre disfrutando del momento, el entorno y la compañía.

Esos paseos permitían esperar tranquilamente el atardecer, se podía ver salir en silencio y despacito a los conejos de sus madrigueras mientras las ovejas rebañaban los últimos rastrojos. O buscar los higos maduros de las higueras salvajes en una época en la que se pudrían en el suelo porque apenas nadie los cogía y al fondo, la línea del horizonte quedaba recortada por la silueta de la sierra de Gredos al tiempo que se oía poco a poco apagarse el jolgorio de los pájaros y el comienzo del suave sonido de la noche

Tras la puesta del sol, no había tiempo para cenar, tan sólo para recoger un bocadillo de tortilla o pimientos fritos y seguir jugando. Y después, ir al bar de la plaza y pedirle a la tía Tere un polo de limón “de los más largos” para tomarlo tras una partida interminable de futbolín. O visitar el puesto de la tía Gabina y tardar un buen rato en decidir, entre el dulce surtido, en qué invertir el único duro disponible.

Después, entrada la noche, mientras los mayores tomaban el fresco a las puertas de sus casas, decenas de muchachos y muchachas organizábamos diversos juegos; el rescate, el pañuelo o la bandera eran habituales siempre presididos por una fuente doble con farola de cuatro brazos testigo de las carreras y el griterío sobre una plaza de tierra atravesada por la calle Real empedrada.

Y tras unos juegos que nunca eran suficientes, la gente se recogía, y la paz de la noche sólo era rota por los grillos que no conseguían acompasar sus trinos.

He visto pocos cielos estrellados como el que se puede contemplar desde la ermita en la noche de luna nueva de agosto. He presenciado el impresionante espectáculo de las tormentas de verano a la luz de las velas que llegaron incluso una vez a partir en tres trozos el chopo de los quintos plantado en la plaza.

Ya de mañana, vestidos de domingo, desayunábamos con el primer o segundo toque de campanas y a las diez, la cita se encontraba en misa, con la iglesia estructurada como si cada sitio tuviera su propietario. Las mujeres se encargaban de entonar siempre el mismo repertorio de canciones lastimeras que nos “trituraban la vida con dolor” y el cura, con su ritmo lento, contribuía a que las homilías se hicieran interminables y entre acto y acto, los silencios eran rotos por el golpeteo de los abanicos.

Y tras la misa, juegos y más juegos y regañinas por ensuciar el traje del domingo. Todo el mundo lucía sus mejores galas, las muchachas estaban radiantes y las hormonas bullían incandescentes. El agua limpia y transparente corría libre por las fuentes reflejando un rostro de mirada apagada y alegres pecas. Afloraban entonces sentimientos profundos e intensos, alma inocente, mirada lasciva y corazón adolescente.

Recuerdo a los que allí aún están pero, sobre todo, a los que ya reposan. Al muchacho de la bicicleta roja y al que iba para guarda civil que el destino y el mal fario nos privaron de su compañía una noche de invierno. Y tantos y tantos otros y en especial a aquellos hermanos que vinieron de otras tierras y se quedaron conquistados por mujeres del lugar, en Carriches dejaron su piel, en Carriches reposan sus huesos.

Las tardes de verano se iban acortando y la procesión para llevar a la Virgen de la Encina desde ermita a la iglesia anunciaba que faltaban nueve días para las esperadas fiestas. Movimiento, alegría y jolgorio se respiraba en el aire y finalmente llegaba el esperado día. Los nervios estaban a flor de piel al esperar a las vaquillas en el parque, alguna de ellas se escapó ante el asombro de los presentes.

Y ya anochecido, el baile, con los músicos encaramados en dos remolques y sobre la arena y el polvo, todos bailábamos el “bimbón” que causaba sensación. A las 12 se quemaba la pólvora ¡en la mismísima plaza!, una batería de cohetes cruzaba el cielo y varias carracas suspendidas de postes vomitaban fuego de colores ante el asombro de los presentes que coreábamos un gran ¡¡ooohhh!! Y finalmente, al son del himno nacional, una de aquellas carracas, la que se situaba en el centro, desplegaba una imagen de la Virgen de la Encina. Ese, sin duda, marcaba el momento más emocionante de las fiestas.

Las primeras lluvias de septiembre refrescaban el ambiente anunciando el final del verano, era hora de recoger, de hacer el equipaje y regresar a la ciudad.

Y a la postre, llegaba el temido momento de la despedida, de montarse en el coche y mirar atrás con tristeza viendo como se alejaba una parte de mi infancia llevando el maletero cargado con un precioso equipaje de buenos recuerdos y algo más.

Me llevé de Carriches su sol en mi piel, su tierra en mis zapatos y cicatrices en las rodillas. Dejé allí mi sudor por sus rastrojos, mi aliento por sus cerros y mi inocencia por sus rincones.

Ahora, casi treinta años después, en una mañana cálida de verano, y ya en la madurez de la vida, miro hacia atrás y puedo recordar Carriches como un gran parque de juegos.



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