¡Ay Maripili, que me he roto una uña!


Hace un par de domingos, tomando el aperitivo en una de las terrazas de la zona comercial del Bosque, disfrutando del solecito templado de otoño, de ver corretear a los niños y de la conversación en compañía, vimos pasar por la acera a un grupo de personas que iban de paseo empujando a dos adolescentes en sillas de ruedas que reflejaban en su rostro una clara minusvalía psíquica.

Me quedé mirando a aquella gente y comenté a mis contertulios: mirad, eso es un problema y no las chorradas que nos preocupan, que nos amargan la vida y que no nos permiten ser felices.

Se hizo entonces un silencio, un silencio que duró unos segundos, apenas un minuto pero que se hizo eterno, durante los cuales todos nos quedamos viendo pasar a aquel grupo de personas de distintas edades, madres, padres, hermanos o amigos, todos iban arropando a ese par de jóvenes. Cuando terminaron de pasar, el que estaba sentado a mi derecha, rompió el silencio y comentó: no hay derecho a que existiendo estos problemas nosotros estemos discutiendo cuestiones banales, preocupados por tonterías o nos enfademos con los amigos por cuestiones superficiales.

Desde luego, hasta dónde puede llegar la necedad del ser humano. Nos ahogamos en nuestra propia estupidez por inconvenientes que nosotros mismos buscamos.

Qué injusto es que los problemas nimios no nos dejen vivir en paz, los comentarios intencionados del cuñado de turno en la cena de Navidad, los celos absurdos y obsesivos, no poder tener lo que tiene el vecino o, simplemente, que las personas que nos rodean no hacen lo que nosotros queremos son meras estupideces frente a tener un hijo postrado en una silla de ruedas.

No quiero ni imaginar el dolor y la preocupación de esos padres. Un dolor por ver que su hijo no es como los demás, que no puede, ni podrá, valerse por sí mismo, que es débil y que depende y dependerá de ellos mientras vivan. Una preocupación al pensar qué sería de ese hijo o hija si ellos faltaran. Dolor y preocupación que han de cubrir con un manto de amor infinito y de dedicación plena, de renuncia a toda una vida para otorgarla a lo que realmente importa, su hij@.

Admiro el coraje de todas esas personas que tienen problemas de verdad, que se levantan cada mañana para afrontar el nuevo día de lucha con valentía. Envidio su entereza y su fuerza de voluntad, su capacidad de renuncia a sí mismos para entregar su vida. Estoy seguro de que cuando llegue nuestro último atardecer y la dama de negro nos muestre el brillo de su guadaña, ellos entregarán su alma sosegada con esperanza, con la satisfacción de haber regalado su existencia en vida y poder así emprender el último viaje con las maletas llenas de lo único que puedes llevarte. Y cuando nos llegue a nosotros ese momento, sólo hay que esperar, nos acordaremos de ellos y nos preguntaremos, ¿Quién miraba a quien con lástima aquel día de otoño?

Por eso, cuando alguien me cuenta sus desdichas por las simples contrariedades de la vida, me quedo mirando de forma burlona y pienso: ¡Ay Maripili, que me he roto una uña!

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